A un solo dia de cerrarse el concurso os traigo uno de los ultimos trabajos en llegar al mismo, DESDE EL OTRO LADO, los recuerdos de un exjugador en el dia de su boda.
Animo a los rezagados a enviar sus relatos, en esta segunda edición donde se han duplicado los trabajos recibidos.
Animo a los rezagados a enviar sus relatos, en esta segunda edición donde se han duplicado los trabajos recibidos.
Se miró al espejo. Al otro lado un tipo grande de pelo corto y trajeado le devolvió la mirada. Con parsimonia colocó el clavel blanco en la solapa y volvió a mirarse. “No tienes mal aspecto”, se dijo en voz baja.
En el piso superior se oía taconear a su madre mientras corría de un lado a otro, probablemente embutida en algún vestido raseado y dejando escapar lamentos de angustia porque ya iba justa de tiempo y aún no estaba preparada. Se sonrió y aquél tipo de enfrente le sonrió. La cicatriz de la ceja izquierda seguía allí desde hacía cuatro años, pero la del labio apenas se percibía incluso en las muecas. Eran sus heridas de guerra y le gustaba exhibirlas.
Sabía que la gente dirigía su vista directamente a la ceja simulando que le miraban a los ojos, pero él se seguía haciendo el sorprendido cuando le preguntaban. Eso le daba ocasión de contar que fue jugador de rugby, que había jugado en división de honor, el Mundial sub 20 en Sudáfrica y que habría formado parte de la selección absoluta de no haber sido por aquél “jodido” accidente con la moto que le machacó para siempre la rodilla. Percibía miradas de admiración y sabía que, aunque su gran estatura y espaldas anchas ya lo presagiaban, con ese comentario tenía más que ganado la consideración de los varones presentes. Entonces se sentía, más que un pilier, un gladiador romano escapado de su escenario.
En el fondo, le hacía gracia que, pese a vivir en el siglo XXI, aún el aspecto físico propio de un guerrero infundiera ese respeto temeroso y ese deseo de agradar en quienes le rodeaban. Sabía que se comportaba presuntuosamente cuando se hablaba de rugby porque normalmente nadie entendía mucho y él podría dar largas lecciones al respecto, así que tendía a callar después de explicar que el corte en la ceja se debía al taco de una bota en una caída placando a otro jugador y que por poco salvó el ojo.
Sin embargo lo que echaba de menos del rugby no era una cicatriz y unos cuantos golpes acumulados partido tras partido. Recordaba a su amigo el “Chinchilla”, que le recogía a la puerta de la facultad para llevarle al campo porque vivía cerca de Renedo, los seven en la playa de Avilés, la danza a modo de “Haka” que se habían inventado para antes del partido gritando consignas del equipo, la emoción de la carrera que termina en ensayo, las ovaciones cuando se pateaba bien a palos, las duchas tras el partido en las que el agua escocía como ácido en la piel arañada, los terceros tiempos en los que conseguía olvidar los golpes del partido a base de cerveza y los viajes con sus compañeros del equipo.
Hasta esa puta mala caída con la moto; un día cualquiera, haciendo nada especial. No iba al entrenamiento, no estaba jugando a derrapar, no se le cruzó ningún perro, ni siquiera llovía. Tan sólo perdió el control y cayó sobre la rodilla con todo el peso de su cuerpo y de la máquina. Y su vida cambió para siempre.
No podría decir que apareció Carmen, porque ella siempre estuvo allí: observándolo desde las gradas, disfrutando sus triunfos como si fueran propios, esperándolo a la puerta de los vestuarios para volver juntos a casa, llevándole a urgencias cuando se dislocó el hombro o cuando se golpeó la cabeza contra el suelo, cuidándole en sus días de resaca tras esos terceros tiempos en los que no sabía muy bien cómo llegaba a casa.
Nunca le prestó mucha atención porque ella no la exigía, pero tampoco nunca la tuvo muy en cuenta como novia quizás porque ella tampoco se enteraba de sus correrías nocturnas con ciertos compañeros de equipo o de sus tonteos con algunas jugadoras del equipo femenino.
Fue al no poder seguir jugando, al tener que ver el rugby desde el otro lado, cuando reparó en la dedicación que ella le brindaba, sus visitas en los días largos en los que su única compañía era alguna lectura, su familia y la aguja de heparina y la ternura con que ella le hablaba cuando él más se desesperaba al ver que su rodilla no mejoraba. Llegó a ansiar su llegada y, cuando un día faltaba, la echaba tanto de menos que él mismo se sentía sorprendido. Por eso le prometió que cuando volviera a andar se casarían y ella sonrió emocionada.
Harto de mirarse al espejo, cogió el teléfono y llamó a Carmen: “¿Estás preparada?” “¿Aún no has salido de casa?” y soltó una risilla, “llegaré yo antes que tú a la iglesia y te tendré que esperar.” “Escucha,” dijo él tratando de dar solemnidad a su voz. “Tengo algo importante que decirte: no sé si podrá ser pronto, pero quiero tener un hijo. Quiero llevarle a los partidos de rugby y quiero que juegue.
Quiero que crezca en el campo persiguiendo esa pelota ovalada, desollándose el cuerpo, sacándose los ojos en la melé con quien luego tomará una cerveza. Quiero verle desde la grada cada fin de semana. Y quiero que tú me acompañes. Y… creo que intentaré ser su entrenador; el de todo su equipo”.
Se oyó un suspiro resignado al otro lado y de nuevo una risilla. “Tranquilo, aún me queda voz suficiente para desgañitarme animando. Sólo temo que quien está en camino no esté dispuesto a llenarse de moratones”.
En el piso superior se oía taconear a su madre mientras corría de un lado a otro, probablemente embutida en algún vestido raseado y dejando escapar lamentos de angustia porque ya iba justa de tiempo y aún no estaba preparada. Se sonrió y aquél tipo de enfrente le sonrió. La cicatriz de la ceja izquierda seguía allí desde hacía cuatro años, pero la del labio apenas se percibía incluso en las muecas. Eran sus heridas de guerra y le gustaba exhibirlas.
Sabía que la gente dirigía su vista directamente a la ceja simulando que le miraban a los ojos, pero él se seguía haciendo el sorprendido cuando le preguntaban. Eso le daba ocasión de contar que fue jugador de rugby, que había jugado en división de honor, el Mundial sub 20 en Sudáfrica y que habría formado parte de la selección absoluta de no haber sido por aquél “jodido” accidente con la moto que le machacó para siempre la rodilla. Percibía miradas de admiración y sabía que, aunque su gran estatura y espaldas anchas ya lo presagiaban, con ese comentario tenía más que ganado la consideración de los varones presentes. Entonces se sentía, más que un pilier, un gladiador romano escapado de su escenario.
En el fondo, le hacía gracia que, pese a vivir en el siglo XXI, aún el aspecto físico propio de un guerrero infundiera ese respeto temeroso y ese deseo de agradar en quienes le rodeaban. Sabía que se comportaba presuntuosamente cuando se hablaba de rugby porque normalmente nadie entendía mucho y él podría dar largas lecciones al respecto, así que tendía a callar después de explicar que el corte en la ceja se debía al taco de una bota en una caída placando a otro jugador y que por poco salvó el ojo.
Sin embargo lo que echaba de menos del rugby no era una cicatriz y unos cuantos golpes acumulados partido tras partido. Recordaba a su amigo el “Chinchilla”, que le recogía a la puerta de la facultad para llevarle al campo porque vivía cerca de Renedo, los seven en la playa de Avilés, la danza a modo de “Haka” que se habían inventado para antes del partido gritando consignas del equipo, la emoción de la carrera que termina en ensayo, las ovaciones cuando se pateaba bien a palos, las duchas tras el partido en las que el agua escocía como ácido en la piel arañada, los terceros tiempos en los que conseguía olvidar los golpes del partido a base de cerveza y los viajes con sus compañeros del equipo.
Hasta esa puta mala caída con la moto; un día cualquiera, haciendo nada especial. No iba al entrenamiento, no estaba jugando a derrapar, no se le cruzó ningún perro, ni siquiera llovía. Tan sólo perdió el control y cayó sobre la rodilla con todo el peso de su cuerpo y de la máquina. Y su vida cambió para siempre.
No podría decir que apareció Carmen, porque ella siempre estuvo allí: observándolo desde las gradas, disfrutando sus triunfos como si fueran propios, esperándolo a la puerta de los vestuarios para volver juntos a casa, llevándole a urgencias cuando se dislocó el hombro o cuando se golpeó la cabeza contra el suelo, cuidándole en sus días de resaca tras esos terceros tiempos en los que no sabía muy bien cómo llegaba a casa.
Nunca le prestó mucha atención porque ella no la exigía, pero tampoco nunca la tuvo muy en cuenta como novia quizás porque ella tampoco se enteraba de sus correrías nocturnas con ciertos compañeros de equipo o de sus tonteos con algunas jugadoras del equipo femenino.
Fue al no poder seguir jugando, al tener que ver el rugby desde el otro lado, cuando reparó en la dedicación que ella le brindaba, sus visitas en los días largos en los que su única compañía era alguna lectura, su familia y la aguja de heparina y la ternura con que ella le hablaba cuando él más se desesperaba al ver que su rodilla no mejoraba. Llegó a ansiar su llegada y, cuando un día faltaba, la echaba tanto de menos que él mismo se sentía sorprendido. Por eso le prometió que cuando volviera a andar se casarían y ella sonrió emocionada.
Harto de mirarse al espejo, cogió el teléfono y llamó a Carmen: “¿Estás preparada?” “¿Aún no has salido de casa?” y soltó una risilla, “llegaré yo antes que tú a la iglesia y te tendré que esperar.” “Escucha,” dijo él tratando de dar solemnidad a su voz. “Tengo algo importante que decirte: no sé si podrá ser pronto, pero quiero tener un hijo. Quiero llevarle a los partidos de rugby y quiero que juegue.
Quiero que crezca en el campo persiguiendo esa pelota ovalada, desollándose el cuerpo, sacándose los ojos en la melé con quien luego tomará una cerveza. Quiero verle desde la grada cada fin de semana. Y quiero que tú me acompañes. Y… creo que intentaré ser su entrenador; el de todo su equipo”.
Se oyó un suspiro resignado al otro lado y de nuevo una risilla. “Tranquilo, aún me queda voz suficiente para desgañitarme animando. Sólo temo que quien está en camino no esté dispuesto a llenarse de moratones”.
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